Cuánto más debería admirarnos el misterio de un Dios eterno, soberano y trascendente, que se acerca a nosotros para adentrarnos en su vida de conocimiento y amor. Él no es ni una energía impersonal ni una fuerza anónima del universo. El omnipotente y eterno, que ha creado todo lo que existe, se ha hecho inefablemente cercano. Esto es lo insondable de la Eucaristía.

El mismo que conoce las fuentes del mar y ha cimentado la tierra (Jb 38, 1ss.) es también Aquel que recoge a su criatura herida en brazos, para alimentarla y fortalecerla (Os 11, 4). Ambas verdades, la de la omnipotencia de Dios, y la de su cercanía y misericordia con los hombres, encuentran en la Eucaristía su expresión perfecta: sobre el altar, y expuesto en la custodia, está el Dios-con-nosotros (Is 7, 14; Mt 1, 23).
El desvelamiento de una presencia
El Antiguo Testamento está marcado por las promesas de Dios a la humanidad. Son promesas de restauración, cercanía y salvación. Entre ellas destaca la de establecer su morada en medio de los hombres, la cual aparece en el libro del Éxodo (Ex 25, 8), y es reiterada siglos después a través de los profetas (Jr 7, 3-7; Ez 43, 9).
Los miembros del pueblo han sido testigos de cómo Dios los custodió en el desierto. La promesa de que Él habitaría en el santuario en medio de ellos, aparecía entonces en continuidad con la providencia de Dios, siempre fiel a sus palabras.
Caminaba al frente de ellos, de día en columna de nube para guiarlos por el camino, y de noche en columna de fuego para alumbrarles; así podían caminar de día y de noche (Ex 13, 21).
Llegado el momento culminante, Dios se acercó a los hombres a un nivel insospechado: el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14). Esta presencia de la plenitud de la divinidad entre los hombres (Col 2, 9) no acaba con la Ascensión de Jesucristo a los cielos a la diestra del Padre, sino que se prolonga en la Iglesia a través de la Eucaristía.
La presencia real de Cristo bajo las apariencias del pan y del vino es la cumbre de aquella promesa que se remonta al Éxodo. Dios ha puesto su morada entre los hombres para en ella hacerlos partícipes de su vida eterna.
En líneas generales podemos afirmar que el acercamiento gradual de Dios a los hombres ha seguido estos tres grandes momentos: Dios se ha revelado y llamado de regreso a la comunión con Él (Jr 3, 12-13); se ha encarnado en la plenitud de los tiempos (Jn 1, 14); y ha querido permanecer con nosotros en Cristo (de manera eminente en la Eucaristía) hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).
Teniendo como marco de meditación la grandeza de este acercamiento de Dios, que tiene importantes hitos en el Antiguo Testamento, podemos ahora comenzar a sumergirnos en el misterio de la Eucaristía.
¿QUién dicen los hombres que soy yo?
Aquel que está presente en la Eucaristía se identifica con el Cristo de la historia y de la eternidad. No hay varios cristos, sino uno solo: en la Sagrada Hostia está Cristo en la totalidad de sus misterios.
Al postrarnos ante Él, contemplamos su vida junto al Padre y el Espíritu antes de que nada existiese; también la Encarnación en Nazaret; el Bautismo en el Jordán; la Transfiguración; sus días pasados en Palestina y Judea enseñando, curando y orando; así como su Pasión, Resurrección y Ascensión.
Allí está el mismo Jesús que curaba a los leprosos, calmaba las olas enfurecidas y prometía al buen ladrón un lugar en su Reino. Allí encontramos a nuestro Salvador y nuestro amigo, en la plenitud de su omnipotencia divina, en la virtud siempre fecunda de sus misterios.
Beato Columba Marmion, Jesucristo en sus misterios.
Cuando adoramos, nos son impresas en lo más íntimo -por el fuego del Espíritu Santo- las palabras dulces y penetrantes del Buen Pastor. El Espíritu nos susurra todo lo que el Maestro mandó, y nos impulsa a vivir en consecuencia. Hoy, en la custodia, Jesucristo está expuesto, abierto, entregado, comunicando todo lo que anhela el hombre. Él viene a nosotros, y permanece en medio de nosotros, con todo su amor personal, que es creador y salvador.
¿Una Presencia real o simbólica?
En la historia se ha dado la tentación de reducir la presencia de Cristo en la Eucaristía a un simple símbolo de su entrega; a un rito que recuerda acontecimientos pasados. Pero no es eso lo que testimonia la Escritura. Como católicos no afirmamos la presencia sustancial de Cristo en la Eucaristía como resultado de un ejercicio especulativo.
¿Sobre qué nos apoyamos?

Nuestro reconocimiento de esta verdad de fe se sustenta en las palabras mismas de Cristo. Y como Él es la Verdad, hemos de tomarlas en toda su radicalidad. El Señor dice en la Última Cena: «Esto es mi Cuerpo […] esta es mi sangre» (Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 14-20; 1 Co 11, 23-26). No dice nunca «este pan simboliza mi cuerpo».
No cabe ambigüedad en sus palabras: aquello que era pan y vino se ha convertido por las palabras de la consagración y por la acción del Espíritu Santo, en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Aunque veamos y gustemos las apariencias del pan y del vino, ya no son ni pan ni vino. Este es el misterio de nuestra fe.
En continuidad con lo anterior, el Evangelio según san Juan presenta en el discurso del Pan de vida un pasaje clave en el que Jesús enfatiza la realidad de este alimento: porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida (Jn 6, 55); para luego afirmar, dos versículos más adelante: aquel que me come vivirá por mí (Jn 6, 57). Las palabras del Señor son claras. No se trata de un comer simbólico, ni de un sinónimo de un vago recibir, sino de comer en sentido literal de masticar el alimento y asumirlo.
El contacto que nos salva
Pese a que nuestra mirada pueda estar algo distraída, sabemos que en lo profundo nos habita un hambre de infinito. Tenemos hambre de verdad, de vida, de bien. Hemos sido sellados por el Creador con un deseo que no pueden colmar por entero las criaturas, por bellas y buenas que ellas sean. Nuestros anhelos sólo pueden alcanzar su realización en este alimento y bebida de inmortalidad, que al recibirlo nos va transformando y llenando de vida.
Este Pan de eternidad reclama de nosotros un hambre profunda. Hambre de justicia y santidad. Hambre de Cristo. Pero corremos el peligro de permanecer dormidos, y ser semejantes a quienes escucharon las palabras del Señor en el discurso del Pan de vida, pero no pudieron apreciar la plenitud que se les ofrecía. Así describe San Agustín a estos hombres: tenían heridas en el paladar del corazón: eran sordos que oían y ciegos que veían (San Agustín, Comentario al Evangelio de Juan, n. 26, 1).

Cristo nos toca y somos transformados por su fuerza. Él mismo nos introduce más allá del velo (Hb 6, 19) cuando le recibimos en la Comunión. Sin embargo, nuestra santificación no es un acontecimiento automático. Ella consiste en un camino de relación entre nuestra libertad y la gracia de Dios, que se prolonga durante toda la vida. Cristo nos precede en la iniciativa y viene a hacer de nosotros criaturas nuevas, a sanar lo que está roto y recuperar lo que parece perdido; pero lo hace siempre sin violentarnos.
Él es como una brisa suave (1 R 19, 12) que, según nuestra docilidad y apertura, se torna en un fuego devorador (Hb 12, 29) que incendia nuestro ser, y nos permite -animados siempre por Él- incendiar al mundo entero con su amor.
¿Quieres profundizar más?
Magisterio
Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistía. Te recomiendo especialmente leer el primer capítulo (los números 11 a 20), titulado «Misterio de la fe».
Catecismo de la Iglesia Católica: especialmente los números dedicados a la presencia de Cristo en la Eucaristía (1373-1377).
Padres de la Iglesia
San Agustín, Tratado sobre el Evangelio según san Juan, en particular el tratado número 26, sobre Jn 6, 41-59.
Teología y espiritualidad
Marie Michel Philipon OP, Los sacramentos en la vida cristiana. Especialmente en el capítulo tercero, «Nuestra transformación en Cristo», el primer apartado, «La presencia real».
Beato Columba Marmion, Jesucristo en sus misterios. Todo el libro es una joya, pero para continuar con el tema de hoy aconsejo leer el capítulo dedicado a la Eucaristía.
Marie-Vincent Bernadot OP, De la Eucaristía a la Trinidad.