Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer. Al ver que los otros invitados se apresuraban para escoger los primeros puestos, decidió contarles una parábola.
Humildad

Un sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer. Al ver que los otros invitados se apresuraban para escoger los primeros puestos, decidió contarles una parábola.
El mensaje del Evangelio es para todos. Jesús no envía a los apóstoles a un grupo selecto de personas, sino que los manda evangelizar el mundo entero: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio» (Marcos 16, 15). En efecto, Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Timoteo 2, 4).
El seguimiento de Jesucristo exige una lucha constante. Creer en Dios no exime de las dificultades y contrariedades de la vida: ya sean materiales, ya sean espirituales. Jesús nunca prometió a sus discípulos una vida fácil.
Una de las invitaciones más repetidas por Jesús a sus discípulos es la de estar en vela: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame».
Una de las virtudes que destaca la Sagrada Escritura es la hospitalidad. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento nos dan ejemplos de ello: Abraham acogió a los tres personajes misteriosos que se le aparecieron junto a la encina de Mambré (Génesis 18, 1-3); Marta y María recibieron a Jesucristo en su casa: En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa…
María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel… ¿Por qué vas tan de prisa, Virgen María, a casa de Isabel? Has sido tú la elegida, no ella, como Madre del Señor. ¿No eres tú la que ha de ser servida?
Los discípulos escuchaban con cierto sobrecogimiento las palabras de Jesús: «En aquellos días, después de la gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán…». El tono apocalíptico del discurso les indicaba a los discípulos cuál era la intención del Señor: hablarles sobre la renovación del mundo presente, sobre la revelación definitiva de Dios Salvador.
El gentío, alrededor de Jesús, escuchaba atentamente su instrucción. Él les decía: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en las plazas, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas y aparentan hacer largas oraciones. Esos recibirán una condenación más rigurosa».
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»... Quizá otra manera de plantear la pregunta del escriba sería: «Maestro, ¿cuáles han de ser mis prioridades? ¿Qué es lo que más me debería importar?».
Bartimeo se había acostumbrado a vivir en un mundo en tinieblas. No solo porque era ciego, sino porque desde hacía muchísimo tiempo llevaba una vida infeliz. La mendicidad representaba para él la única opción de supervivencia; y, a veces, ni siquiera eso: había días en que la gente que entraba o salía de Jericó apenas dejaba unas pocas monedillas a los mendigos que se situaban a las puertas de la ciudad.