Cada 13 de mayo celebramos la fiesta de la Virgen de Fátima, en el aniversario de la primera aparición de la Virgen María a los tres pastorcitos. ¿Sabías que la adoración y la Eucaristía fueron temas presentes en las apariciones?
Las apariciones del Ángel
El año anterior a que se les apareciera la Virgen María, un Ángel se manifestó en tres ocasiones a los pastorcitos. En la primera de esas apariciones, los niños vieron al Ángel que se postraba en adoración y ellos imitaron su gesto, repitiendo las palabras que Él decía:
Dios mío, yo creo, adoro, espero y te amo. Os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no te aman.

En la tercera aparición, el Ángel se presentó con una Hostia y un cáliz, delante de los cuales se postró y repitió por tres veces:
Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo te adoro profundamente y te ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los Sagrarios del mundo, en reparación de los ultrajes con los que El es ofendido. Por los méritos infinitos del Sagrado Corazón de Jesús y del Inmaculado Corazón de María, te pido la conversión de los pecadores.
Después dio la comunión a los niños: a Lucía, la mayor, le dio la hostia; a Jacinta y Francisco les ofreció el cáliz. Les dijo:
Tomad y bebed el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo horriblemente ultrajado por los hombres ingratos. Reparad sus crímenes y consolad a vuestro Dios.
Primera aparición de la Virgen

Los pastorcitos vieron a la Virgen María por primera vez el 13 de mayo de 1917. Aquel día tuvieron el siguiente diálogo con la Señora, que lo narra Lucía en sus memorias:
«– ¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él os quiera enviar, en acto de reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?
– ¡Sí, queremos!
– Vais, pues, a tener que sufrir mucho, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo.
Fue al pronunciar estas últimas palabras (la gracia de Dios, etc.) cuando abrió por primera vez las manos, comunicándonos una luz tan intensa, que expedía de ellas como un gran reflejo, que penetrándonos en el pecho y en lo más íntimo del alma, nos hacía ver a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, más claramente de lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces por un impulso íntimo también comunicado, caímos de rodillas y repetíamos íntimamente:
– ¡Oh Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento!».