De acuerdo con el Evangelio según San Mateo, el último día de su vida, Jesús pasó la mayor parte del tiempo en silencio. Tan solo pronunció dos frases. La primera cuando responde a Pilato que le pregunta si Él es el rey de los judíos: «Tú lo has dicho», le dice el Señor (Mateo 27, 11). La segunda, estando en la Cruz, cuando reza con las palabras de un salmo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27, 46; Salmo 21, 2).

Parece que el silencio de Jesús y, más aún, sus últimas palabras manifiestan una sensación de derrota. Después de predicar a multitudes y de contar con miles de seguidores que lo vitoreaban con entusiasmo, Jesús ha quedado prácticamente solo, crucificado como un malhechor. Sin embargo, nada más contrario a la realidad. Desde la cruz, el Señor no se considera un fracasado. Él sabe —ya lo había predicho— que la cruz es el signo de su victoria: «Cuando sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12, 32).
Por tanto, el silencio de Jesús y sus últimas palabras no se deben interpretar como un signo de amargura. Más bien, a través de ellos el Señor está expresando aquello que sirve de antídoto contra el pecado: «Así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos» (Romanos 5, 19). Cristo nos salvó por medio de la obediencia: «Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz» (Filipenses 2, 8). Su silencio y sus últimas palabras no son otra cosa que el reflejo de su obediencia.
Jesucristo guardó silencio como el Siervo del Señor que retrata Isaías: «Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado» (Isaías 50, 6-7). Jesús no grita, no se queja, no se defiende, porque no obra movido por sí mismo, sino por su Padre Dios. En Él ha puesto su confianza y sabe que no quedará defraudado. La obediencia es signo de confianza.
Las últimas palabras de Jesús —Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?— no contradicen esta confianza, sino que la reafirman. Por una parte, porque indican que Jesús se dirige al único a quien se había confiado —a ninguno más “reprocha” el Señor haberlo abandonado—. Por otra parte, no se debe olvidar que se trata de la primera frase de un salmo cuyo mensaje definitivo es la esperanza en Dios: «En ti esperaron nuestros padres, esperaron y tú los liberaste; a ti clamaron, y salieron salvos, en ti esperaron, y nunca quedaron confundidos… Tú, Señor, no te estés lejos, corre en mi ayuda, oh fuerza mía, libra mi alma de la espada, mi única de las garras del perro; sálvame de las fauces del león, y mi pobre ser de los cuernos de los búfalos! ¡Anunciaré tu nombre a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré!: “Los que al Señor temen, denle alabanza, raza toda de Jacob, glorifíquenlo, témanle, raza toda de Israel”. Porque no ha despreciado ni ha desdeñado la miseria del mísero; no le ocultó su rostro, mas cuando le invocaba le escuchó» (Salmo 21, 5-6. 20-25).
Si la desobediencia llevó a Adán a perder la gloria del Paraíso, la obediencia de Cristo llevó a su humanidad a la glorificación: «Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Filipenses 2, 9-11). ¡La obediencia de la Cruz es la gloria de Cristo! ¡La obediencia de la Cruz es la gloria del cristiano!
LECTURAS DEL DOMINGO DE ramos de la pasión del señor
Primera lectura | Isaías 50, 4-7 |
Salmo | Salmo 22 (21) |
Segunda lectura | Filipenses 2, 6-11 |
Evangelio | Mateo 26, 14 – 27, 66 |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. ¿Me quejo excesivamente cuando las cosas no salen como a mí me gustan?
2. ¿Confío y me abandono en las manos de mi Padre Dios?
3. ¿Soy obediente?
Señor Jesús, no permitas nunca que yo pierda la fe y la esperanza en ti, a pesar de las dificultades que la vida me presenta muchas veces. Que siempre yo tenga la seguridad que tú me acompañas y me proteges en todo momento. Amén.
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Señor ayúdame a ser obediente como tú para agradarte en todo lo que haga.
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