La Sagrada Escritura da pruebas suficientes del amor que Dios nos tiene. San Juan afirma en su Evangelio: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3, 16). Y San Pablo, en su Carta a los Efesios, asegura: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo» (Efesios 2, 4-5).
¡No más ídolos!
«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito; todo el que cree en él tiene vida eterna» (Juan 3, 16). Jesucristo es la encarnación del amor de Dios: en su Persona divina y humana contemplamos y experimentamos el amor de Dios por nosotros. Y, a la vez, el mismo Jesús nos enseña cómo amar al Dios que tanto nos ha amado.
Los intereses de Dios
Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». A Jesús lo rodean publicanos y pecadores. Fariseos y escribas se preguntan: ¿Cómo puede un hombre decir que viene de Dios y a la vez convivir con personas que ofenden a Dios? ¿No es esto una incoherencia?
Las tres prioridades de tu vida
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»... Quizá otra manera de plantear la pregunta del escriba sería: «Maestro, ¿cuáles han de ser mis prioridades? ¿Qué es lo que más me debería importar?».
El templo verdadero
Se acerca la Pascua de los judíos y Jesús sube a Jerusalén. Cuando entra en el Templo, el ruido le resulta insoportable: de un lado, los gritos de los vendedores de bueyes, ovejas y palomas; del otro, el tintineo de las monedas de los cambistas. A Jesús le hierve la sangre. Hace un azote de cordeles, y arrea a ovejas y bueyes; a los cambistas les esparce las monedas y les vuelca las mesas; y a los que venden palomas les dice: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
Jesús nunca abandona
Los discípulos notaban que aquella noche no era como las demás. Jesús había tenido un tremendo gesto de humildad: el Maestro les había lavado los pies a cada uno. Y ahora, por sus palabras, parecía que se despedía, que se iba, pero ellos no comprendían muy bien a qué hacía referencia. Pedro se atrevió a preguntar: «Señor, ¿adonde vas?» (Juan 13, 36).
Amor de pescador
«Me voy a pescar». Simón Pedro habló con decisión. Desde muy joven, había sido pescador y ahora, después de la Resurrección de Jesús, no encontraba motivos para dejar la pesca. Los discípulos que estaban con él —Tomás, Natanael, Santiago y su hermano Juan, y dos más— le dijeron: «Nosotros vamos contigo». Leer Más
¡Necesitamos el desierto!
Jesús acaba de ser bautizado. Al salir del agua, el Espíritu Santo baja sobre Él en forma de paloma y se oye la voz del Padre: «Tú eres mi Hijo, el Amado. En ti me he complacido». Es la presentación perfecta para empezar su vida pública: ¿Quién no escuchará y creerá a quien Dios llama su Hijo amado? Sin embargo, el Espíritu no lo lleva a ninguna plaza para predicar. Lo empuja, en cambio, al desierto. Leer Más
Amar al estilo de Jesús
Se oyeron varios disparos. Dos de ellos lo alcanzaron en el vientre: Juan Pablo II sangraba a borbotones. Rápidamente, se llevaron al Pontífice para el hospital. Mientras tanto, varias personas impedían que el autor de los disparos —Mehmet Ali Agca— escapara. Lo capturaron. A él le daba igual, había cumplido su misión: asesinar al Papa. Leer Más
Amor humano, amor divino
José nunca había visto a María con ese semblante. En sus ojos se contemplaba el dolor, lloraba de angustia y sus labios le temblaban por la desesperación. José no sabía qué hacer: dirigía muchas miradas al Cielo. «¡Qué aparezca el niño!», rezaba. Jesús se había perdido hacía tres días. Leer Más