«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito; todo el que cree en él tiene vida eterna» (Juan 3, 16). Jesucristo es la encarnación del amor de Dios: en su Persona divina y humana contemplamos y experimentamos el amor de Dios por nosotros. Y, a la vez, el mismo Jesús nos enseña cómo amar al Dios que tanto nos ha amado.

La adoración del becerro de oro, Nicolas Poussin, 1633-4 (National Gallery, Londres)

Cuando Jesús expulsó a los vendedores del Templo, el evangelista nos dice que los discípulos se acordaron de lo que estaba escrito: «El celo de tu casa me devora» (Juan 2, 17; Salmo 68, 10). Jesús, en efecto, pedía que no convirtieran la casa de su Padre en un mercado. Es el amor por Dios Padre lo que lleva a Jesús a actuar con tanta radicalidad: le duele la falta de respeto y de cariño hacia su Padre, manifestada por quienes ponían por delante los intereses económicos.

El primer mandamiento, el más importante, nos recuerda que hemos de amar a Dios sobre todas las cosas. Todas, sin excepción. Cuando hay algo (o alguien) que amamos más que a Dios, entonces caemos en la idolatría, en el culto a otros dioses. En efecto, aquello que amamos más se convierte en nuestro “dios”.

La Ley de Dios advierte contra la idolatría: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí. No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás culto, porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso» (Éxodo 20, 2-5).

En la Cuaresma somos llevados al desierto para que nos preguntemos cuál es, o mejor dicho, quién es nuestro Dios. Una de las tentaciones que sufrió Jesús fue precisamente esa: el diablo le pidió que se postrará ante él. Jesús lo rechazó, respondiéndole con la Escritura: «Al Señor tu Dios adorarás, y solamente a Él darás culto» (Mateo 4, 10).

La fe en el Dios revelado por Jesucristo puede resultar “escandalosa”. Ciertamente, quien deposita su confianza en Cristo crucificado y resucitado cuestiona, aún sin proponérselo, a quienes depositan su confianza en otras realidades: su inteligencia, su fortaleza, su dinero, su fama, su poder… «Predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados —judíos o griegos—, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Corintios 1, 23-24).

Sabemos que esta fe en el único Dios «sin obras está muerta» (Santiago 2, 26). El auténtico culto y adoración a Dios no se limita a una serie de ritos externos, sino que empapa e impulsa la propia existencia, llevando a vivir conforme a la voluntad de Dios (cf. Romanos 12, 1-2). Quien ama a Dios vive de acuerdo a sus designios: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma… Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón» (Salmo 18, 8. 9).

LECTURAS DEL III DOMINGO DE CUARESMA

Leer

Primera lecturaÉxodo 20, 1-17
SalmoSalmo 18
Segunda lectura1 Corintios 1, 22-25
EvangelioJuan 2, 13-25

PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR

1. ¿Me devora el celo por las cosas de Dios como a Jesús?

2. ¿Tengo «ídolos»? ¿Qué es lo que más amo en la vida?

3. ¿Profeso con mis obras —con mi vida— el amor a Dios?

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