El triunfo de la vida

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Los últimos domingos de la Cuaresma nos recuerdan las implicaciones de estar bautizado. En el tercer domingo de Cuaresma, con el Evangelio de la samaritana, se nos señaló que Cristo es el agua viva que nos purifica y sacia nuestra sed más profunda. En el cuarto domingo, con el Evangelio del ciego de nacimiento, se nos indicó que, por el bautismo, somos iluminados por la Luz de Cristo. Ahora, en el quinto domingo de Cuaresma, con el Evangelio de la Resurrección de Lázaro, se nos invita a caer en la cuenta de que, gracias al bautismo, morimos al pecado y resucitamos a una Vida nueva (cf. Romanos 6, 4-11).

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Hijos de la luz

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Al cruzarse con el ciego de nacimiento, Jesús afirma: «Mientras es de día tengo que hacer las obras del que me ha enviado; viene la noche y nadie podrá hacerlas. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo» (Juan 9, 4-5). Dicho esto, «escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo untó en los ojos al ciego, y le dijo: “Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado)”. Él fue, se lavó y volvió con vista» (Juan 9, 6-7).

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Un lugar desierto y elevado

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«En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto…» (Mateo 17, 1). Durante la Cuaresma, Jesús nos invita a cada uno a un lugar apartado, a «un monte alto», para tratar en intimidad con Él, para conocerlo y amarlo más. Allí, estando a solas con el Señor, lo podemos escuchar mejor, nuestro espíritu se alimenta con su Palabra y contemplamos gozosos su gloria (cfr. Oración colecta, II Domingo de Cuaresma).

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Tentación, pecado y gracia

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En el primer domingo de Cuaresma, la Iglesia le pide a Dios Padre «progresar en el conocimiento del misterio de Cristo» (I Domingo de Cuaresma, Oración colecta). ¡Qué importante es caer en la cuenta de esto! Si la Cuaresma, con sus distintas prácticas, no nos une más a Cristo, si no nos lleva a conocerlo y amarlo más, entonces será un tiempo desaprovechado.

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Santidad es caridad

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En el Sermón de la Montaña, Jesús nos exhorta: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mateo 5, 48). Es un eco de aquellas palabras que Dios pidió a Moisés que dijera a los israelitas: «Di a la comunidad de los hijos de Israel: “Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo”» (Levítico 19, 2).

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Mandamientos

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Los Evangelios nos presentan varias veces las confrontaciones entre los fariseos y Jesús. Solemos imaginarnos a los fariseos como unos hombres escrupulosos con la Ley, pendientes a cualquier minucia que pudiera considerarse como pecado para censurarla. Por contraste, Jesús aparecería como un personaje de amplitud de miras, «liberal» ante la Ley.

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La luz del cristiano

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Así como Jesucristo es luz —«Yo soy la luz del mundo» (Juan 8, 12)—, así también Él mismo desea que sus discípulos sean luz: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mateo 5, 14). El Señor quiere que la luz del cristiano brille «ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos» (Mateo 5, 16).

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Humildad

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Una de las grandes tentaciones de la vida cristiana es creer que, de alguna manera, debemos «ganarnos» el amor de Dios. Buscamos la manera de presentarnos intachables ante Él y si llegamos a equivocarnos, nos frustramos, pensando que no hemos estado a la altura. La tristeza invade entonces al alma y la desesperanza la paraliza.

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Evangelizar es iluminar

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«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaba en tierra y sombras de muerte, y una luz les brilló» (Isaías 9, 1). Esta profecía de Isaías se cumple en Jesucristo: Él es la luz grande que nos ilumina. En efecto, Jesús afirma de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Juan 8, 12; cf. Antífona de la comunión, III Domingo del Tiempo ordinario, segunda opción).

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