El triunfo de la vida

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Los últimos domingos de la Cuaresma nos recuerdan las implicaciones de estar bautizado. En el tercer domingo de Cuaresma, con el Evangelio de la samaritana, se nos señaló que Cristo es el agua viva que nos purifica y sacia nuestra sed más profunda. En el cuarto domingo, con el Evangelio del ciego de nacimiento, se nos indicó que, por el bautismo, somos iluminados por la Luz de Cristo. Ahora, en el quinto domingo de Cuaresma, con el Evangelio de la Resurrección de Lázaro, se nos invita a caer en la cuenta de que, gracias al bautismo, morimos al pecado y resucitamos a una Vida nueva (cf. Romanos 6, 4-11).

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Resurrección

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«Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Corintios 15, 14). La fe en la resurrección de los muertos se encuentra en el núcleo del cristianismo. «Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado» (1 Corintios 15, 16): y si esto fuera así, los cristianos serían entonces los admiradores de un personaje insigne del pasado, pero nada más.

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«Traje de amadores»

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El primer día de la semana, de madrugada, las mujeres fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado… Apenas se lo permite la Ley, aquellas mujeres van al sepulcro de Jesús, impulsadas por el profundo amor que tenían a su Maestro. Se sienten desamparadas. Su Amigo les ha sido arrebatado en un abrir y cerrar de ojos.

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Magníficat

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Desde que lo pronunció por primera vez en la casa de su pariente Isabel, el Magníficat no dejó de resonar en el corazón de María. Algunos de sus fragmentos hallaron perfecta repercusión en los acontecimientos posteriores de su vida: su espíritu se había alegrado en Dios al nacer el Niño Jesús; durante la vida pública del Señor, había contemplado las proezas obradas por su brazo —desde las curaciones milagrosas y los exorcismos hasta los más mínimos detalles de caridad—; y, en el Calvario, había experimentado el modo como Dios derriba a los soberbios y enaltece a los humildes.

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Horizonte de vida

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Jesús oía el murmullo de la multitud que lo rodeaba. Desde que había afirmado que Él era el pan bajado del cielo, varios de los que lo escuchaban comenzaron a hacer gestos de desaprobación. Comentaban entre sí: «¿Cómo puede decir este que ha bajado del cielo? ¿Acaso no es el hijo de José? Conocemos a su padre y a su madre».

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Una fe que da vida

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Jairo, el jefe de la sinagoga, vio que Jesús se encontraba a orillas del Mar de Galilea, rodeado por mucha gente. Apresurado por su angustia, se abrió paso como pudo y cuando llegó al frente de Jesús, se echó a sus pies. Entonces, le rogó: «Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella, para que se cure y viva».

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Corazón ardiente

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Cleofás y el otro discípulo llegan a Jerusalén con la noche ya muy avanzada. Van adonde saben que están los apóstoles y, para su sorpresa, los encuentran despiertos. El que les abre la puerta les dice con efusión: «¡Es verdad lo que decían las mujeres! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!».

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El templo verdadero

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Se acerca la Pascua de los judíos y Jesús sube a Jerusalén. Cuando entra en el Templo, el ruido le resulta insoportable: de un lado, los gritos de los vendedores de bueyes, ovejas y palomas; del otro, el tintineo de las monedas de los cambistas. A Jesús le hierve la sangre. Hace un azote de cordeles, y arrea a ovejas y bueyes; a los cambistas les esparce las monedas y les vuelca las mesas; y a los que venden palomas les dice: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

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