En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Caridad

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Jesús, lleno del Espíritu Santo, volvió del Jordán y el Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado por el diablo. Jesús se adentra en el desierto. Va lleno del Espíritu Santo y guiado por el Espíritu Santo. Las batallas contra el diablo no se pueden ganar sin el Espíritu Santo.
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»... Quizá otra manera de plantear la pregunta del escriba sería: «Maestro, ¿cuáles han de ser mis prioridades? ¿Qué es lo que más me debería importar?».
Algunos fariseos y escribas se fijaron en que algunos discípulos de Jesús comían sin antes lavarse las manos. Enseguida miraron al Maestro de forma inquisitiva. Le preguntaron: «¿Por qué tus discípulos no siguen la tradición de los mayores —que no comían sin antes lavarse las manos, restregándolas bien— y comen el pan con las manos impuras?».
Los once apóstoles fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Cuando vieron allí al Resucitado, se postraron a cierta distancia. Algunos todavía vacilaban; les costaba admitir que aquel que había muerto en la cruz, y que había sido sepultado, era el mismo que tenían enfrente, vivo y glorioso.
Los discípulos escuchaban atentamente a Jesús. El Maestro les hablaba desde el corazón, les expresaba sus más profundos deseos y sus más nobles sentimientos: «Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud».
El sábado, Jesús entró en la sinagoga de Cafarnaúm y se puso a enseñar. La gente lo escuchaba con admiración. Notaban que había algo único en sus palabras, algo que claramente diferenciaba sus enseñanzas de la de otros maestros.
Los fariseos estaban contentos. Sus rivales, los saduceos, habían querido dejar en ridículo a Jesús haciéndole una pregunta capciosa, pero él no había caído en la trampa. «Ya es hora de mostrarles a esos saduceos quiénes son los que valen aquí —dijo uno de los fariseos, maestro de la ley, a sus compañeros—. Ya veréis cómo Jesús no sabrá responder a la pregunta que le voy a plantear».
El apóstol Santiago, de rodillas y con todo el cuerpo maltrecho, escuchó a su verdugo desenvainar la espada. El corazón se le aceleró. El rey Herodes Agripa, que lo había mandado apresar, observaba al apóstol con desprecio. De improviso, Agripa soltó una carcajada malévola y dio la orden al verdugo: «¡Mátalo!»
La sinagoga estaba repleta. Los asistentes habían rezado con mucha piedad la Shemá y las dieciocho bendiciones, con las que acostumbraban iniciar sus encuentros. Ahora escuchaban con atención la lectura de la Ley. Leer Más