Es el primer día de la semana. Apenas ha salido el sol. María Magdalena, María la de Santiago y Salomé se dirigen al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús con los aromas que han comprado.
¡Ha resucitado!

Es el primer día de la semana. Apenas ha salido el sol. María Magdalena, María la de Santiago y Salomé se dirigen al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús con los aromas que han comprado.
Son más o menos las nueve de la mañana. Acaban de crucificar a Jesús. Sobre su cabeza, coronada de espinas, se puede leer un letrero en el que figura la causa de su condena: «El Rey de los judíos». A cada lado, para humillarlo más, han crucificado a dos bandidos.
Dentro de poco se va a celebrar la Pascua. Por las calles de Jerusalén uno se puede encontrar con gentiles simpatizantes del judaísmo que han venido a la Ciudad Santa para celebrar la fiesta. Algunos de ellos han oído hablar de Jesús y quieren conocerlo.
Se acerca la Pascua de los judíos y Jesús sube a Jerusalén. Cuando entra en el Templo, el ruido le resulta insoportable: de un lado, los gritos de los vendedores de bueyes, ovejas y palomas; del otro, el tintineo de las monedas de los cambistas. A Jesús le hierve la sangre. Hace un azote de cordeles, y arrea a ovejas y bueyes; a los cambistas les esparce las monedas y les vuelca las mesas; y a los que venden palomas les dice: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».
Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. «Vamos al monte», les dice. Al llegar a la cima, Jesús se transfigura delante de ellos. Sus vestidos se vuelven de un blanco deslumbrador, un blanco que ninguno de los tres discípulos había visto jamás.
El Espíritu empuja a Jesús al desierto. Aridez, soledad, silencio. Durante cuarenta días, Jesús ayuna y permanece en oración. Son las armas que emplea frente a las tentaciones de Satanás.
El leproso se acerca a Jesús y se postra frente a Él. De rodillas, le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme». Al oír la petición humilde del hombre, el corazón de Jesús se conmueve. Entonces, extiende la mano y, asintiendo, lo toca y dice: «Quiero: queda limpio».
Al salir de la sinagoga, Jesús fue a la casa de Simón Pedro y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Enseguida, uno de los familiares se acercó a Jesús y le contó sobre la enferma. Jesús, sin dudarlo, le dijo: «Llévame donde ella».
El sábado, Jesús entró en la sinagoga de Cafarnaúm y se puso a enseñar. La gente lo escuchaba con admiración. Notaban que había algo único en sus palabras, algo que claramente diferenciaba sus enseñanzas de la de otros maestros.
En toda Galilea el comentario era el mismo. Jesús de Nazaret había dejado el oficio de carpintero, heredado de su padre, y ahora iba de aldea en aldea proclamando el Evangelio de Dios. Decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».