La luz de la fe

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Bartimeo se había acostumbrado a vivir en un mundo en tinieblas. No solo porque era ciego, sino porque desde hacía muchísimo tiempo llevaba una vida infeliz. La mendicidad representaba para él la única opción de supervivencia; y, a veces, ni siquiera eso: había días en que la gente que entraba o salía de Jericó apenas dejaba unas pocas monedillas a los mendigos que se situaban a las puertas de la ciudad.

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Una herencia valiosa

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Él era un hombre joven, rico y bueno. Cualquiera diría que tenía todo lo necesario para ser feliz; él, sin embargo, notaba que le faltaba algo, pero no sabía que era… hasta que oyó hablar a Jesús. Percibió que aquel Maestro le podría enseñar a conseguir la plenitud que su alma ansiaba. En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?».

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Hacia la cima

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La muchedumbre se agolpaba en torno a Jesús. Él, a duras penas, consiguió abrirse paso y comenzó su ascenso hacia la cima de la colina que tenían al lado. Más de la mitad del gentío decidió entonces volver a sus casas; ya habría tiempo de escuchar nuevamente al Maestro sin necesidad de subir al monte. Unos cuantos, sin embargo, siguieron a Jesús cuesta arriba.  

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La mejor maestra

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Te acaban de avisar que vas a ser la madre de Dios. Cualquiera diría que te ganaste la lotería. Ya no tendrás que servir, lavar, barrer: ¿quién se atreverá a pedirle eso a la madre del Señor? De ahora en adelante, los demás deberían inclinarse delante de ti: eres, sin duda, uno de los seres humanos más importantes sobre la Tierra. Y, sin embargo, cuando te enteras de que una pariente tuya, ya mayor, está embarazada, sales con prisa adonde ella para servirla, ayudarla, cuidarla… ¿Quién es el insensato, Virgen María, que no se maravilla de tu humildad? Leer Más