Es el primer día de la semana. Apenas ha salido el sol. María Magdalena, María la de Santiago y Salomé se dirigen al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús con los aromas que han comprado.
¡Ha resucitado!

Es el primer día de la semana. Apenas ha salido el sol. María Magdalena, María la de Santiago y Salomé se dirigen al sepulcro para embalsamar el cuerpo de Jesús con los aromas que han comprado.
Son más o menos las nueve de la mañana. Acaban de crucificar a Jesús. Sobre su cabeza, coronada de espinas, se puede leer un letrero en el que figura la causa de su condena: «El Rey de los judíos». A cada lado, para humillarlo más, han crucificado a dos bandidos.
Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. «Vamos al monte», les dice. Al llegar a la cima, Jesús se transfigura delante de ellos. Sus vestidos se vuelven de un blanco deslumbrador, un blanco que ninguno de los tres discípulos había visto jamás.
El Espíritu empuja a Jesús al desierto. Aridez, soledad, silencio. Durante cuarenta días, Jesús ayuna y permanece en oración. Son las armas que emplea frente a las tentaciones de Satanás.
El leproso se acerca a Jesús y se postra frente a Él. De rodillas, le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme». Al oír la petición humilde del hombre, el corazón de Jesús se conmueve. Entonces, extiende la mano y, asintiendo, lo toca y dice: «Quiero: queda limpio».
Al salir de la sinagoga, Jesús fue a la casa de Simón Pedro y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Enseguida, uno de los familiares se acercó a Jesús y le contó sobre la enferma. Jesús, sin dudarlo, le dijo: «Llévame donde ella».
El sábado, Jesús entró en la sinagoga de Cafarnaúm y se puso a enseñar. La gente lo escuchaba con admiración. Notaban que había algo único en sus palabras, algo que claramente diferenciaba sus enseñanzas de la de otros maestros.
En toda Galilea el comentario era el mismo. Jesús de Nazaret había dejado el oficio de carpintero, heredado de su padre, y ahora iba de aldea en aldea proclamando el Evangelio de Dios. Decía: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio».
Juan no lo podía negar: la gente estaba muy entusiasmada con él. Algunos afirmaban incluso que él era el Mesías esperado. Por eso, Juan se vio en la necesidad de aclarar la situación: «Yo no soy el Mesías. Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no merezco agacharme para desatarle la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero Él os bautizará con Espíritu Santo».
Su atuendo lo decía todo. Iba vestido con piel de camello y una correa de cuero ceñida a la cintura. Estaba claro para los que habían leído a los Profetas: Juan el Bautista vestía como Elías (2 Reyes 1, 8). Y eso podía significar una cosa: el Día del Señor estaba por llegar.