En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Caridad

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba… Todas las palabras y obras de Jesús tenían su raíz en la oración. El Señor, que oraba en todo momento, dedicaba tiempos exclusivos de soledad y silencio para hablar con su Padre. De este modo sostenía su misión entre los hombres.
Imperio Romano. Año decimoquinto del emperador Tiberio. Gobernador de Judea: Poncio Pilato. Tetrarca de Galilea: Herodes; tetrarca de Iturea y Traconítide: Felipe, hermano de Herodes; tetrarca de Abilene: Lisanio. Sumos sacerdotes: Anás y Caifás. La Palabra de Dios se fija y viene sobre un hombre que vive en el desierto: Juan, hijo de Zacarías.
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»... Quizá otra manera de plantear la pregunta del escriba sería: «Maestro, ¿cuáles han de ser mis prioridades? ¿Qué es lo que más me debería importar?».
Él era un hombre joven, rico y bueno. Cualquiera diría que tenía todo lo necesario para ser feliz; él, sin embargo, notaba que le faltaba algo, pero no sabía que era… hasta que oyó hablar a Jesús. Percibió que aquel Maestro le podría enseñar a conseguir la plenitud que su alma ansiaba. En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló ante él y le preguntó: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?».
Más de una vez Jesús había encontrado a los discípulos discutiendo sobre cuál de ellos era el más importante. Y más de una vez el Señor les había dicho: «El que quiera ser el primero que se haga el servidor de todos». Pero parecía que por un oído les entraba y por el otro les salía.
Los fariseos estaban contentos. Sus rivales, los saduceos, habían querido dejar en ridículo a Jesús haciéndole una pregunta capciosa, pero él no había caído en la trampa. «Ya es hora de mostrarles a esos saduceos quiénes son los que valen aquí —dijo uno de los fariseos, maestro de la ley, a sus compañeros—. Ya veréis cómo Jesús no sabrá responder a la pregunta que le voy a plantear».
Por las palabras de san Pablo (Rm 13, 8-10) y del Señor (Mt 22, 40) sabemos que el resumen de la Ley de Dios se encuentra en el doble mandamiento de la caridad: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Esta es la cumbre de la vida según el Evangelio y el camino de la Bienaventuranza. Pero tal meta, vivida en perfección, supera las fuerzas del hombre; sólo es posible de alcanzar como fruto de un don de Dios, quien nunca cesa de sanar, curar y transformar el corazón por medio de la gracia.
Jesús, como tantas veces, exhortaba a los discípulos a vivir la caridad entre ellos: «No debáis nada a nadie, a no ser el amaros unos a otros; el que ama al prójimo ha cumplido plenamente la Ley. Cualquier precepto se compendia en este mandamiento: Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Los discípulos se habían dado cuenta: Jesús prefería los lugares solitarios para rezar. En varias ocasiones se había escapado a la montaña él solo —a veces con dos o máximo tres— para pasar largas horas en diálogo con Dios. Lo llamaba Abbá, Padre.