Una de las grandes tentaciones de la vida cristiana es creer que, de alguna manera, debemos «ganarnos» el amor de Dios. Buscamos la manera de presentarnos intachables ante Él y si llegamos a equivocarnos, nos frustramos, pensando que no hemos estado a la altura. La tristeza invade entonces al alma y la desesperanza la paraliza.

Qué bueno es recordar, por eso, que Dios «ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta, de modo que nadie pueda gloriarse en la presencia del Señor» (1 Corintios 1, 28-29). Con estas palabras, San Pablo nos da el antídoto contra el perfeccionismo espiritual, que lleva a pensar que Dios solo ama y escoge a los perfectos y capacitados.
El Papa Francisco nos advierte contra esta actitud: «Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor» (Gaudete et exsultate, n. 57).
Los santos, en cambio, nos han indicado el camino correcto. San Josemaría enseñaba que Dios «no se fija, para invitar a un alma a una vida de plena coherencia en la fe, en méritos de fortuna, en nobleza de familia, en altos grados de ciencia. La vocación precede a todos los méritos (…). La vocación es lo primero. Dios nos ama antes de que sepamos dirigirnos a Él, y pone en nosotros el amor con el que podemos corresponderle» (Es Cristo que pasa, n. 33).
«El que se gloríe, que se gloríe en el Señor» (1 Corintios 1, 31). La humildad y la pobreza de espíritu nos protegen frente a la tentación del perfeccionismo: el pobre, el humilde, sabe que no puede fiarse de sí mismo, sino que su apoyo radica en el amor del Señor: «Dejaré en ti un resto, un pueblo humilde y pobre que buscará refugio en el nombre del Señor» (Sofonías 3, 12).
Así lo vivió y lo enseñó Jesucristo, «manso y humilde de corazón» (Mateo 11, 29): «Bienaventurados los pobres en el espíritu» (Mateo 5, 3). Jesús, por medio de las bienaventuranzas, nos señaló quienes son los que encuentran la verdadera alegría: no los que acumulan para sí éxito y bienestar, sino los que humildemente ponen su confianza en Dios.
LECTURAS DEL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Primera lectura | Sofonías 2, 3; 3, 12-13 |
Salmo | Salmo 146 (145) |
Segunda lectura | 1 Corintios 1, 26-31 |
Evangelio | Mateo 5, 1-12a |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. ¿Me lleno de tristeza cuando le fallo al Señor? ¿Por qué?
2. ¿He tenido experiencia del amor gratuito de Dios por mí?
3. ¿Le pido al Señor que me ayude a crecer en humildad, para confiar más en Él?
Padre Santo, bendito, aĺabado y adorado seas por siempre mi Señor y mi Dios. Te pido que laves y limpies mi corazón manchado por el pecado, para poder dominar y resistir esa soberbia y autosuficiencia, que muchas veces se alberga allí.
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Gracias padre por enseñarme que la humildad es importante el mi vida espiritual y familiar.
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