«Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza» (2 Timoteo 1, 7). Esta frase de San Pablo va en la misma sintonía que aquella que dijo Jesús a sus discípulos en la Última Cena: «En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: Yo he vencido al mundo» (Juan 16, 33).

Lucha de Jacob con el ángel, Luca Giordano, 1694-1696 (Museo del Prado)

La vida del hombre es milicia (cf. Job 7, 1), constante lucha. Nadie está exento de afrontar desafíos y adversidades. Sin embargo, la misma batalla puede tener efectos completamente contrarios en quienes combaten: de algunos saca lo mejor de sí, haciéndolos crecer y madurar como personas; a otros, en cambio, los endurece de tal manera que se cierran a toda posibilidad de alegría y esperanza.

A estos últimos, el Señor les exclama: «¡No endurezcáis vuestro corazón!» (cf. Salmo 94, 8). Esto es, no permitas que las asperezas y contrariedades de la vida te encierren en la tristeza y en la desesperanza. ¿Y cuál es el motivo para no rendirse? Que no contamos solo con nuestras fuerzas: el Señor mismo es «la Roca que nos salva» (Salmo 94, 1).

En ocasiones puede parecer que, a pesar de todos los esfuerzos, la derrota está asegurada. No obstante, la promesa del Señor resuena con fuerza: «Mira, el altanero no triunfará; pero el justo por su fe vivirá» (Habacuc 2, 4).

¡Fe! Esa es la gran arma del cristiano: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (Lucas 17, 6). La fe tiene una eficacia tremenda. El hombre y la mujer de fe no batallan nunca solos, siempre están aliados con Dios. Y Dios no pierde nunca batallas.

Recuérdalo bien y siempre: aunque alguna vez parezca que todo se viene abajo, ¡no se viene abajo nada!, porque Dios no pierde batallas.

San Josemaría

Por esta razón, aún en los momentos de mayor desgaste y desaliento, la persona de fe no se endurece, sino que continúa sus luchas con alegría y generosidad, haciendo vida los consejos de San Pablo a Timoteo: «Toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios… Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros» (2 Timoteo 1, 8. 14).

Allí están el crecimiento y la madurez personal: en aquel que, sostenido por la fe, no abandona la batalla, sino que persevera en ella, con la conciencia, además, de no estar haciendo nada «extraordinario»: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lucas 17, 10).

LECTURAS DEL XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Leer

Primera lecturaHabacuc 1, 2-3; 2, 2-4
SalmoSalmo 95 (94)
Segunda lectura2 Timoteo 1, 6-8. 13-14
EvangelioLucas 17, 5-10

PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR

1. ¿Cuáles son mis mayores miedos? ¿Me acobardo ante ellos?

2. ¿Cuáles son mis luchas actuales? ¿De qué manera me están afectando?

3. ¿Afronto con madurez las victorias y derrotas?

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