Uno de los títulos con que los cristianos nos referimos a Jesucristo es el de «Maestro». Ya desde las páginas del Evangelio encontramos a personas que lo llamaban así: «Rabbí, Maestro mío». No era algo extraño; en Israel había varios «maestros», cuyos seguidores recibían un nombre no menos familiar para nosotros: discípulos.

Normalmente, los discípulos elegían a su maestro: a aquel que consideraban el más apto para su formación. En esto, el rabbí Jesús de Nazaret se diferenciaba de los demás: a Él no lo escogían los discípulos; más bien, Él era el que elegía y llamaba a los suyos. La iniciativa partía de Él.
Precisamente por esto, Jesús se atreve a poner condiciones tan radicales a sus discípulos.
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío…».
«Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío…».
«Todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».
La gran diferencia entre un discípulo de Jesucristo y un discípulo de cualquier otro maestro es esta: que al discípulo de Jesús se le exige totalidad; no se es discípulo a tiempo parcial o solamente en determinados aspectos de la vida; no solo importa la parte intelectual o académica ni tampoco se reduce todo a actividades sociales o filantrópicas.
La formación del Maestro Jesucristo no solo afecta una parte de la vida, sino que incumbe a toda ella, es integral, porque se dirige al núcleo de la persona: al corazón. «Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato» (Salmo 89, 12).Y desde allí, desde lo más interior, transforma toda las dimensiones: la mente, los deseos, los sentimientos, las obras, las palabras. Todo.
Por eso, si alguno se quiere reservar algo —aunque sea un poquito— y no quiere dejar que Jesús sea su Maestro en eso, no puede ser discípulo de Él. En cambio, quien se abandona plenamente a las enseñanzas del Divino Maestro adquiere la auténtica sabiduría: «¿Quién conocerá tus designios, si tú no le das sabiduría y le envías tu santo espíritu desde lo alto? Así se enderezaron las sendas de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada y se salvaron por la sabiduría» (Sabiduría 9, 17-18).
LECTURAS DEL XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Primera lectura | Sabiduría 9, 13-19 |
Salmo | Salmo 90 (89) |
Segunda lectura | Filemón 9b-10. 12-17 |
Evangelio | Lucas 14, 25-33 |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. ¿He experimentado la llamada de Jesucristo que me llama a ser su discípulo?
2. ¿Me he reservado algo en mi vida en lo que no dejo entrar a Jesús?
3. ¿Conozco, medito y profundizo en las enseñanzas del Evangelio?
Señor, la verdadera sabiduría que nosotros podemos recibir, es la Sabiduría que viene de ti, la cual nos permite entender tu plan y la misión que tú quieres para cada uno de nosotros, por la fuerza de tu Santo Espíritu. Solo así podemos ser capaces de desacomodarnos y renunciar a todos aquellos apegos humanos que no nos dejan ver y aceptar tu Santa Voluntad.
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Señor Jesús dame sabiduría para seguirte, y hagas en mi vida una mujer íntegra; pero también saber cuidar la familia que me regalaste.
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