Dos hermanos disputan por una herencia. Uno de ellos le pide a Jesús que intervenga en el asunto: «Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia». Jesús, sin embargo, se rehusa a hacerlo: «Hombre, ¿quién me ha constituido juez o árbitro entre vosotros?». El Maestro, más bien, aprovecha para enseñar sobre la pobreza espiritual: «Mirad: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes».

Muchas veces acudimos a Jesucristo para presentarle nuestras preocupaciones materiales. No está mal que sea así; no en vano Él mismo nos ha dicho: «Pedid y se os dará». Sin embargo, cabe preguntarse: ¿Por qué le presento a Dios mis necesidades materiales?
Podríamos dar dos respuestas. La primera: le pido a Dios porque confío en Él y vivo siempre abandonado en sus manos, ya sea en lo material ya sea en lo espiritual. Tenga mucho o poco, estoy en paz, porque Dios es mi bien. ¡Fenomenal!
La segunda: le pido a Dios porque la paz y la tranquilidad de mi corazón depende de la seguridad que me ofrecen los bienes materiales, y por eso le pido a Él que me los dé. ¡Esta actitud es peligrosa! Detrás de un acto piadoso —pedir a Dios en la oración— se esconde la idolatría: pongo a Dios al servicio de mi bienestar material.
La enseñanza de Jesús va por el camino contrario: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5, 3). No es la riqueza —material o espiritual— la que nos dará la paz interior. ¡Solo el pobre de espíritu —el que vive la virtud de la pobreza o del desprendimiento— tiene sosiego!
Por eso, qué bueno resulta «relativizar» los bienes de la tierra, como lo hace el libro del Eclesiastés o Qohelet: «¡Vanidad de vanidades; todo es vanidad! […] ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?».
Sobre todo, el discípulo de Jesucristo se interesa por seguir la exhortación de San Pablo a los Colosenses: «Buscad los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra». Estos últimos no nos aseguran la auténtica paz; el único que la garantiza es Dios: «Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación» (Salmo 89, 1).
LECTURAS DEL XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Primera lectura | Eclesiastés 1, 2; 2, 21-23 |
Salmo | Salmo 90 (89) |
Segunda lectura | Colosenses 3, 1-5. 9-11 |
Evangelio | Lucas 12, 13-21 |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. Cuando rezo, ¿qué suelo pedirle a Dios?
2. ¿De qué forma puedo crecer en la virtud de la pobreza o del desprendimiento?
3. ¿Busco los «bienes de arriba»? ¿De qué modo cultivo mi vida espiritual?
Señor que la mejor herencia en mi vida seas tú.
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Señor apártame de todo apego a las cosas materiales, al dinero, a las vanidades y cosas terrenas que apartan mi corazón de la verdadera Riqueza de tu Amor. Ayúdame a aspirar y asegurar los bienes no perecederos de tu Reino.
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