Justo antes de subir al cielo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto…».

La Ascensión del Señor, Francisco Bayeu y Subías, 1769 (Museo del Prado)

I. Testigos de Jesucristo

No figuraba entre los planes de Jesucristo quedarse para siempre como hombre sobre la tierra. En efecto, Jesús ascendió con su Humanidad santísima hacia el Padre. En cambio, sí que estaba entre los planes del Señor quedarse de forma sacramental en la Eucaristía. Y también contaba con algo más: que sus discípulos darían testimonio de su Pasión, Muerte y Resurrección. «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra» (Hechos 1, 8).

Los discípulos son, ante todo, testigos del Señor. La vida del cristiano no gira en torno a él mismo: el centro es Jesucristo. «Contar el propio testimonio» no es hablar de cómo vive uno la fe; «contar el propio testimonio» es compartir la experiencia de lo que Jesucristo ha hecho por uno mismo y por todos.

II. Jesucristo, el Espíritu Santo y los Sacramentos

Jesús obra en nosotros por medio del Espíritu Santo. «Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». Sin el Espíritu Santo no se puede ser testigo de Jesucristo.

Nuestra vida cristiana comenzó el día de nuestro Bautismo. Ese día recibimos la unción del Espíritu Santo. «Aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar, porque Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo» (Hechos 1, 4-5). Además, el día de nuestra Confirmación se fortaleció la presencia del Espíritu en nosotros: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros» (Hechos 1, 8). Los sacramentos de la Iglesia son el cauce por medio del cual Jesús nos infunde el Espíritu Santo.

III. La vida verdadera

«Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios». «Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo; Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas: tocad para Dios, tocad; tocad para nuestro Rey, tocad. Porque Dios es el rey del mundo: tocad con maestría. Dios reina sobre las naciones, Dios se sienta en su trono sagrado» (Salmo 46, 2.6-9).

Los discípulos son testigos de que Jesús ascendió a los cielos; son testigos, por eso mismo, de la vida verdadera, de la vida eterna. «El Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes» (Efesios 1, 17-19).

LECTURAS DE La Ascensión del Señor

Leer

Primera lecturaHechos de los Apóstoles 1, 1-11
SalmoSalmo 47 (66)
Segunda lecturaEfesios 1, 17-23
EvangelioLucas 24, 46-53

PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR

1. ¿Gira mi vida alrededor de Jesucristo? ¿En qué estoy pensando normalmente?

2. ¿Doy a los sacramentos la importancia que tienen?

3. ¿Cómo están mis deseos de ir al Cielo?

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