Las personas que entraban en el hogar de Nazaret notaban en su ambiente algo especial. Se respiraban una paz y una alegría tales que te hacían sentir unas ganas inmensas de no querer salir de allí. Era un gusto ver trabajar a José, sentarse a conversar con María o, sencillamente, jugar con el Niño Jesús.

Pero lo más maravilloso sucedía cuando te invitaban a rezar con ellos. Todo era tan sencillo y a la vez… ¡tan sublime! Se palpaba la cercanía de Dios. A nadie le resultaba indiferente la piedad con que se le veía rezar a la Sagrada Familia.
Esa piedad empapaba las costumbres que tenían José y María. Una de ellas era ir en peregrinación a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Cuando el niño Jesús cumplió doce años, decidieron llevarlo con ellos. Subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo.
¡Qué angustia padecieron María y José! No habían experimentado una sensación así desde la huida a Egipto, cuando Herodes buscaba al Niño para matarlo. ¿Lo habrían secuestrado? Y si no, ¿qué estaría haciendo? ¿Habría comido? ¿Dónde se refugiaría para dormir? Muchísimas preguntabas asaltaban el corazón de María.
Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, el corazón de María reposó. Allí estaba su Hijo, sano y salvo.
Cuando Jesús vio a sus padres, se separó del grupo de los maestros y se acercó a ellos. Le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Nada más ver a su Hijo, María había comprendido que Él se había quedado en Jerusalén por iniciativa propia. ¿Por qué no le avisó a ella o a José? ¿Acaso se le escapaba el sufrimiento que les había ocasionado?
Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. ¡Qué sorpresa para María y José —como para cualquier padre de familia— toparse con la libertad de su Hijo! Acostumbrados a cuidar y dirigir su existencia, no esperan que, de repente, aquel Hijo suyo vislumbre horizontes que ellos ni siquiera han imaginado. Jesús, además, les da a entender que no se trata de mera rebeldía o de un afán desmedido de independencia; Él ha hablado de su Padre, de Aquel en cuyas manos está todo su ser y de quien depende por completo.
En ningún momento Jesús tuvo la intención de herir a sus padres. De hecho, tras el incidente, Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Con qué cariño trataría y serviría a María y a José. ¡Cuánto los amaba! Su madre conservaba todo esto en su corazón. María conservaba el amor de su Hijo, conservaba el recuerdo de sus acciones libérrimas, y se iba haciendo cargo del misterio del Hijo de Dios hecho hombre, que iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios —su Padre— y ante los hombres.
LECTURAS DEL Domingo de la Sagrada Familia
Primera lectura | 1 Samuel 1, 20-22. 24-28 |
Salmo | Salmo 84 (83) |
Segunda lectura | 1 Juan 3, 1-2. 21-24 |
Evangelio | Lucas 2, 41-52 |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. ¿Qué ambiente se respira en mi familia? ¿Qué hago yo para sembrar paz, alegría y piedad en ella?
2. ¿Ayudo a los demás a crecer en libertad y responsabilidad?
3. ¿Conservo y medito la vida de Jesús en el corazón, a ejemplo de María?
Trato siempre que en mi hogar se respire paz, tranquilidad y amor que solo se consigue si estamos de la mano de DIOS.
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