La fama creciente de Juan el Bautista había ocasionado que toda clase de personas lo quisieran conocer. No pocos se preguntaban si aquel hombre, vestido con piel de camello, sería el Mesías tan esperado. Algunos le pedían consejo y él contestaba: «El que tenga dos túnicas, que comparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo».

Juan animaba a vivir la generosidad y la misericordia, pero también insistía en practicar la justicia. Vinieron también a bautizarse unos publicanos y le preguntaron: «Maestro, ¿qué debemos hacer nosotros?». Él les contestó: «No exijáis más de lo establecido». Unos soldados igualmente le preguntaban: «Y nosotros ¿qué debemos hacer?». Él les contestó: «No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie con falsas denuncias, sino contentaos con la paga».
Su mensaje de misericordia y de justicia resultaba, sin duda, atrayente. Pero eso no era exactamente lo que cautivaba a las multitudes. Había algo que desprendía la figura de Juan que te captaba, algo que no cualquiera podía transmitir. Ese algo, además, llegaba a fascinar, porque parecía imposible que un hombre de toscas vestimentas como las suyas y de costumbres tan austeras pudiera comunicarlo. Pero lo cierto era que lo hacía: nadie podía ignorar la alegría y la paz que emanaban de Juan el Bautista.
Allí estaba, precisamente, la causa de que muchos pensaran que él era el Mesías. No en vano las Escrituras atestiguaban que los tiempos mesiánicos serían tiempos de gozo y de paz: «Alégrate, hija de Sión, grita de gozo Israel; regocíjate y disfruta con todo tu ser, hija de Jerusalén. El Señor ha revocado tu sentencia, ha expulsado a tu enemigo» (Sofonías 3, 14-15); «Gritad jubilosos, habitantes de Sión: porque es grande en medio de ti el Santo de Israel» (Isaías 12, 6). En los tiempos del Mesías, la paz de Dios custodiaría los corazones (cf. Filipenses 4, 7).
Juan el Bautista sabía muy bien, no obstante, que el origen de la alegría y la paz no se encontraba en él. Él no era el Mesías. Este se manifestaría próximamente: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuerte que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego; en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga».
Las multitudes se hubieran visto tremendamente defraudadas si Juan las hubiera retenido para sí. Sin embargo, él tenía claro que no se anunciaba a sí mismo, y una y otra vez tuvo que quitar de sí mismo el centro de atención. Debía relucir lo que debía relucir. Con estas y otras muchas exhortaciones, anunciaba al pueblo el Evangelio.
LECTURAS DEL III DOMINGO DE ADVIENTO
Primera lectura | Sofonías 3, 14-18a |
Lectura sálmica | Isaías 12, 2-3. 4bcd. 5-6 |
Segunda lectura | Filipenses 4, 4-7 |
Evangelio | Lucas 3, 10-18 |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. ¿Doy a cada quien lo que le corresponde? ¿Soy comprensivo y generoso con los demás?
2. ¿He tenido experiencia de la alegría y de la paz de Dios? ¿Transmito esa alegría y esa paz?
3. ¿Me gusta llamar la atención? ¿Me resiento cuando me roban el protagonismo?
Señor Jesús ayúdame a permanecer en el amor y lléname de sabiduría.
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