Bartimeo se había acostumbrado a vivir en un mundo en tinieblas. No solo porque era ciego, sino porque desde hacía muchísimo tiempo llevaba una vida infeliz. La mendicidad representaba para él la única opción de supervivencia; y, a veces, ni siquiera eso: había días en que la gente que entraba o salía de Jericó apenas dejaba unas pocas monedillas a los mendigos que se situaban a las puertas de la ciudad.

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, un mendigo ciego, Bartimeo (el hijo de Timeo), estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». Bartimeo estaba desesperado: no soportaba más aquel estado miserable en el que vivía. Muchos lo increpaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí».
Durante unos segundos, Bartimeo pensó que Jesús pasaría de largo, como hacían tantas personas. Pero Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo». Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama». Bartimeo no lo dudó un instante: Soltó el manto —asumiendo el riesgo de que otro mendigo se lo robase—, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: «¿Qué quieres que te haga?».
A Bartimeo se le hizo un nudo en la garganta; nunca nadie se había detenido a preguntarle qué necesitaba o quería. No podía negar que algunos se detenían en el camino para dejarle unas moneditas, pero nadie se había interesado por saber sobre él; en ocasiones, ni le dirigían la mirada. En cambio, Jesús, el Hijo de David —el Mesías, ¡Dios hecho hombre!—, se ponía a su disposición para concederle lo que le pidiera (¡Oh Misterio de misericordia!, que Dios se ponga al servicio de una criatura débil y miserable. ¡Qué poca experiencia de Dios tiene quien duda de su bondad!).
Bartimeo no pidió monedillas a Jesús; él sabía que necesitaba mucho más que eso. El ciego le contestó: «“Rabbuní”, que recobre la vista». La vista corporal y los ojos de la fe: para ver más allá de su miseria, para mirar al Único que podía darle la felicidad. Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha salvado». Y al momento recobró la vista —corporal— y lo seguía por el camino. Bartimeo veía ahora gracias a la luz de la fe.
LECTURAS DEL XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Primera lectura | Jeremías 31, 7-9 |
Salmo | Salmo 126 (125) |
Segunda lectura | Hebreos 5, 1-6 |
Evangelio | Marcos 10, 46-52 |
PREGUNTAS PARA MEDITAR Y ORAR
1. ¿Qué tinieblas y miserias hay en mi vida? ¿Me he acostumbrado a vivir en ellas?
2. ¿He experimentado la bondad de Dios? ¿Vivo esa bondad y misericordia con los demás, especialmente con quienes más lo necesitan?
3. ¿Le pido al Señor que aumente mi fe? ¿He leído la encíclica del Papa Francisco Lumen fidei (La luz de la fe)?
Gracias señor porque apesar de mis dificultades y aveces de mis dudas allí estas tu para decirme ten fe Susana y sígueme.
Señor sin ti soy una criatura desvalida.
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