Los discípulos habían perdido la paciencia. Desde hacía unos diez minutos, una mujer de Canaán los seguía por el camino suplicándole a Jesús que atendiera a su hija. «¡Ten piedad de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija está poseída por un demonio», gritaba la mujer. Jesús, sin embargo, parecía ignorarla.

Cansados por el alboroto que traía la cananea, los discípulos le rogaron a Jesús: «Maestro, concédele lo que pide y despídela, que viene gritando detrás de nosotros». Jesús se detuvo y les respondió con gravedad: «No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel».
¡Señor, ayúdame!
La mujer aprovechó que se habían detenido para acercárseles, se postró ante Jesús y con lágrimas en los ojos le imploró: «¡Señor, ayúdame!». Jesús, con el rostro serio, se inclinó y con tono apacible repitió a la cananea lo que había dicho a sus discípulos: «Mujer, no he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel. No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (los judíos solían llamar “perros” a quienes no pertenecían al pueblo de Israel).
Los discípulos esperaban una reacción violenta por parte de la mujer, seguramente ofendida por las palabras de Jesús. No obstante, ella ni se inmutó, sino que repuso con los ojos fijos en el suelo: «Sí, Señor, es verdad lo que dices, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús alzó la vista y contempló el rostro de sus discípulos. Entonces, tomando a la mujer por los brazos, la levantó del suelo y le dijo: «Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que te suceda como deseas: tu hija ha quedado curada».
Mujer, ¡qué grande es tu fe!
La mujer se alejó, dando saltos y gritos de alegría y agradecimiento, alabando al Dios de Israel. Jesús, rodeado por los discípulos, les comentó: «Aprended de la fe de esta mujer extranjera, que perseveró en su petición, a pesar de que parecía no ser escuchada. Cuando pidáis algo al Padre, hacedlo con humildad, no exigiéndole nada, sino reconociendo vuestra pequeñez ante Él. Os aseguro que el Padre no desatiende ninguna oración hecha con fe, perseverancia y humildad».
Texto del Evangelio
Mateo 15, 21-28 (leer).
¿Qué puedo aprender de las lecturas y el salmo del domingo?
Isaías 56, 6-7 (leer): La casa de Dios es casa de oración y todos están invitados a ella.
Salmo 67 (66), 1-8 (leer): Todos los pueblos están llamados a alabar al Señor.
Romanos 11, 30-32 (leer): La misericordia de Dios se aplica a todos: a los judíos, pueblo elegido, y a quienes no pertenecen a él.
Otras citas bíblicas para meditar
Romanos 8, 26-27 (leer).
Jeremías 29, 11-13 (leer).
Lucas 1, 52-53 (leer).
Preguntas para orar
1. ¿Rezo con perseverancia? ¿Me desanimo con facilidad cuando me propongo rezar?
2. ¿Reconozco mi pequeñez ante Dios? ¿En qué aspectos se manifiesta mi soberbia?
3. ¿He desconfiado de Dios? ¿Pongo mi vida en sus manos?