Los discípulos se habían dado cuenta: Jesús prefería los lugares solitarios para rezar. En varias ocasiones se había escapado a la montaña él solo —a veces con dos o máximo tres— para pasar largas horas en diálogo con Dios. Lo llamaba Abbá, Padre.

Aquel día, sin embargo, fue diferente. Los discípulos, un poco extrañados, vieron que Jesús comenzó a orar frente a un grupo más o menos numeroso de personas: «Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños. ¡Sí, Padre! Porque así te ha parecido bien».
Nadie conoce al Padre sino el Hijo
Jesús bajó la mirada —la había tenido fija en el cielo mientras oraba— y la dirigió hacia las personas que lo escuchaban. Había pescadores, carpinteros, amas de casa, algún que otro publicano y una prostituta, que procuraba pasar desapercibida, aunque el llanto no le ayudaba. Y, si bien podía sentirse incómodo en aquellas circunstancias, un fariseo aristócrata también se encontraba entre los oyentes.
Tras unos instantes de silencio, Jesús exclamó: «Todo me lo ha entregado mi Padre. Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar». Uno de la muchedumbre le preguntó: «Señor, ¿y a quién se lo quiere revelar el Hijo?».
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados
«El Hijo —respondió Jesús— obra lo que ve hacer al Padre, porque todo le ha sido entregado por Él. El Padre ha revelado los secretos del Reino a los pequeños. Ya sabes, pues, a quién se revela el Hijo. Por eso, os digo: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados y yo os aliviaré —Jesús miró al fariseo, a la prostituta, al pescador, al publicano—. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas, porque mi yugo es suave y mi carga ligera».
Una de las amas de casa se acercó a María, la madre de Jesús, que también estaba entre la multitud. En confidencia, le preguntó: «¿De qué yugo habla tu hijo?». María sonrió. Fruto de la experiencia de años cargando ese yugo, le respondió con sencillez: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y al prójimo como a ti mismo».

Texto del Evangelio
Mateo 11, 25-30 (leer).
¿Qué puedo aprender del Evangelio?
1. Jesús nos revela cómo es Dios: aquel que se revela a los pequeños, de corazón manso y humilde. La Sagrada Escritura está llena de referencias a la misericordia y mansedumbre de Dios (lee Zacarías 9, 9-10; Salmo 145 (144), 1-14). Estamos llamados a encontrar en el Señor nuestro consuelo (lee Job 15, 11).
2. La alabanza de Jesús es una muestra de su continuo espíritu de oración, de diálogo con el Padre. Solo si nos mantenemos en oración, podremos vivir una auténtica vida cristiana, impulsados por el Espíritu Santo (lee 1 Tesalonicenses 5, 17; Romanos 8, 9-13).
3. La Ley a la que nos sujetamos los cristianos es el amor. Es el mandamiento más importante y Jesús se presenta como modelo de corazón amante (lee Mateo 22, 36-40).
Preguntas para meditar y orar
1. ¿Soy alma de oración? ¿Mantengo un diálogo constante con mi Padre, Dios?
2. Cuando estoy fatigado y agobiado, ¿busco alivio en Jesucristo o fuera de Él?
3. ¿He aprendido a ser manso y humilde de corazón? ¿Cargo con el yugo del Señor?