A través de los ojos de Jesucristo, el Unigénito del Padre, nos adentramos en las profundidades de Dios. Sus palabras nos llevan a contemplar el misterio de la Santísima Trinidad. Consideremos tres ideas: el Hijo ha sido enviado; es la luz de los hombres; y en Él nos es concedida la vida eterna.

Nos cuenta el libro del Éxodo que Moisés hablaba con el Señor con la íntima familiaridad de un amigo. Estando en la cumbre del monte Horeb, Moisés le pide a Dios: muéstrame tu gloria (Ex 33, 18). La respuesta que recibe es algo enigmática. No es posible para el hombre contemplar el rostro del Señor y seguir viviendo. Hay entonces una tensión tremenda entre dos extremos. Por un lado, Dios se acerca al hombre y despierta en él un deseo de adentrarse en su misterio; y, por otro, el hombre experimenta su incapacidad para alcanzar, con sus solas fuerzas, a Aquel que busca su corazón.
Un salmista escucha en su interior: busca su rostro (Sal 27, 8), y otro sabe con certeza que sólo en Dios está la fuente de la vida y que en su luz verá la luz (Sal 36, 10). Estas y otras voces forman una sinfonía que muestra cómo en el Antiguo Testamento el anhelo de ver a Dios crecía progresivamente en intensidad. Solo una manifestación definitiva, que proviniese de lo alto, podía llegar a colmarlo.
Y Dios intervino. En la plenitud de la historia de la salvación, superando todo pronóstico de los hombres, el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Más aún, hemos visto su gloria (Jn 1, 14). Con Jesucristo se nos ha abierto la puerta al conocimiento de los secretos divinos, pues Él es imagen visible del Dios invisible (Col 1, 15).
La vida se ha manifestado: nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna (1 Jn 1, 2).
Puntualicemos lo que significa que el Hijo Unigénito sea enviado para iluminar a todo hombre y concederle la vida eterna.
Enviado
El envío del Hijo por el Padre nos recuerda su existencia antes de la encarnación (Jn 1, 1ss; Jn 17, 5). El Hijo Unigénito es Dios, igual al Padre y al Espíritu Santo en naturaleza y dignidad. Para nunca violentar el misterio, hemos de dejar claro que Jesucristo no era un hombre común que recibió una misión singular, como ocurría con los profetas del Antiguo Testamento. Ni tampoco un gran maestro que alcanzó un alto grado de familiaridad con Dios.
La fe no deja lugar a dudas de que Jesucristo es una Persona divina en dos naturalezas: es Dios y hombre verdadero. El sujeto de las acciones es siempre el Verbo eterno, que permanece en el seno del Padre (Jn 1, 18). En este sentido, estrictamente hablando, podemos afirmar que Jesucristo es el rostro humano de Dios. Solo si tenemos esto presente, entendemos a fondo aquella ocasión en que Jesús le responde a Felipe: el que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9).
La luz de los hombres
El Hijo Unigénito se encarnó para iluminar a los hombres. Esto significa, en definitiva, que se hizo palabra humana para revelarnos el misterio de Dios. Solo Él, por su condición divina, puede darnos un testimonio verdadero de la vida íntima de las Personas de la Trinidad, y presentárnoslo de tal manera que podamos recibirlo según nuestro modo humano de conocer; a través de palabras y gestos sensibles que apuntan a la realidad invisible del misterio de Dios.
Jesucristo nos salva, ante todo, dándonos a conocer al Padre. La suya es una revelación inmediata y definitiva. Inmediata, porque Él mismo es Dios. Y definitiva, porque en su Hijo el Padre nos ha manifestado todo cuanto debemos saber para salvarnos.
Ahora bien, ¿cuál es el contenido de lo que nos revela el Hijo? En primer lugar, nos revela que el único Dios verdadero es comunión de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En segundo, restaura la imagen que tenemos del Padre, purificándola de toda desconfianza y falsedad que hubiese introducido el pecado o el Tentador; para revelar también que el ser humano está llamado a participar en la vida de Dios (2 P 1, 4).
La vida eterna
Jesucristo es la luz del mundo, el enviado del Padre por medio de quien alcanzamos la vida eterna (Jn 6, 40). Nos enseña san Pablo que Él es el único Mediador entre Dios y los hombres (1 Tm 2, 5). Esto significa que es punto de encuentro entre los hombres y Dios (Ef 3,12).
Por Cristo participamos de la vida de conocimiento y amor que las Personas divinas tienen entre sí desde toda la eternidad. En Él podemos adorar realmente al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4, 23), pues por la gracia tenemos con Dios no una relación de siervos, sino una relación de amigos que pueden tratar personalmente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo (Jn 15, 15).

El que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más (Jn 4, 14)
Cuando oramos por medio de Cristo, movidos por el Espíritu Santo, podemos hacer nuestra la petición que Moisés dirigió a Dios: Señor, muéstrame tu gloria (Ex 33, 18). La respuesta del Padre será nítida: este es mi Hijo, el amado, escuchadle (Mc 2, 7). Pues el Padre, movido por un amor inagotable, nos ha dado a su Hijo como fuente infinita en la que se cumplen para cada uno de nosotros -aquí y ahora- aquellas palabras del libro del Eclesiástico: En mí está la gracia del camino y de la verdad; en mí toda esperanza de vida y de fuerza. Venid a mí cuantos me anheláis, y saciaos de mis frutos (Sir 24, 25-26).
¿Quieres profundizar más?
Magisterio
La Constitución Dogmática Dei Verbum está dedicada al tema de la revelación divina. Puedes leer especialmente los números 2 al 4 (sobre la revelación en sí misma, y su plenitud en Jesucristo).
Constitución Pastoral Gaudium et Spes, número 22. En ese número se afirma que el misterio el hombre se esclarece a la luz del misterio del Verbo encarnado.
S. Juan Pablo II, Carta Encíclica Redemptor hominis, número 11. Trata el tema de la revelación en Cristo del misterio de Dios, y de la dignidad del hombre.
Padres de la Iglesia
San Ireneo de Lyon (siglo II), en su obra Adversus haereses (IV, 20, 4 ss.), explica que la manifestación del Padre a través del Hijo no agotó la infinitud del misterio de Dios y, a la vez, hizo posible que todos los hombres sin excepción conocieran a Dios y fueran invitados a participar en su vida. Es un testimonio especialmente importante por su proximidad con la generación apostólica.
Teología
Joseph Ratzinger, “El rostro de Cristo en la Sagrada Escritura” en el libro Caminos de Jesucristo. En el primer capítulo de este libro puedes encontrar una profunda meditación sobre la búsqueda del rostro de Dios en la Biblia (ver).
César Izquierdo, El Mediador, Cristo Jesús. Una interesante reflexión teológica sobre la mediación de Cristo (ver).