Los discípulos escuchaban impresionados a Jesús. El Maestro, sentado en la ladera del monte, acababa de pronunciar unas sentencias sorprendentes: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados… Alégrense cuando los persigan, porque su recompensa será grande en los Cielos». ¿Qué clase de enseñanza era esta? ¿Cómo era posible que les exhortara a regocijarse cuando sufrieran persecución por su nombre? ¿Qué esperaba el rabí Jesús de ellos?
Jesús paseó su mirada por el rostro de sus discípulos, abrió los brazos en dirección a ellos y les dijo: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará? No sirve más que para tirarla fuera y que la pisotee la gente». ¡Ni insípidos ni corruptos! El Maestro les ponía de frente su condición: sal que da sabor y preserva de la podredumbre; debían ser alegres e íntegros. Nada de una felicidad barata y superficial; nada de una bondad aparente e hipócrita.
¡Ni insípidos ni corruptos!
Jesús continuó su discurso: «Ustedes son la luz del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte —señaló hacia la cima de la montaña en la que se encontraban— ni se enciende una luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero para que alumbre a todos los de la casa...». Jesús hizo una pausa, calló unos segundos y preguntó: «¿Saben cómo iluminarán a los demás?».
Los discípulos lo miraban. Uno de ellos respondió: «Enseñándoles la Ley y los Profetas». El Maestro asintió levemente e hizo otra pregunta: «¿Y cómo se los enseñarán?». Silencio. Jesús exclamó: «Escuchen lo que dice uno de los profetas: “Esto dice el Señor: Parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, cubre a quien ves desnudo y no te desentiendas de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora… brillará tu luz en las tinieblas”. ¡Caridad! Sin amor al prójimo, especialmente a los más necesitados, no podían ser luz del mundo.
Ustedes son la luz del mundo
«No piensen que iluminarán al mundo —concluyó Jesús— por sus muchos conocimientos o por anunciar con bellas palabras la Ley y los Profetas. No serán luz por su sabiduría o su elocuencia, aunque algunos los alaben y los tengan por maestros. Alumbrarán a los demás si son justos, clementes y compasivos; de este modo, sus obras, manifestación de la ternura del Padre, redundaran en gloria para Él y en verdadero bien para sus hermanos».
texto del evangelio
Mateo 5, 13-16 (leer).
¿Lees la sagrada escritura?
Isaías 58, 4-10 (leer).
Salmo 112 (111), 1-9 (leer).
1 Corintios 2, 1-5 (leer).
Juan 13, 34-35 (leer).
1 Corintios 13, 1-2 (leer).
Colosenses 4, 2-6 (leer).
Preguntas para meditar y orar
- ¿Vivo con auténtica alegría? ¿Soy sal insípida que se queja ante la menor dificultad?
- ¿Actúo con rectitud? ¿Busco el bien o el aplauso de los demás?
- ¿Tengo presente a los más necesitados? ¿Qué obras de amor tengo para con ellos?
Mis queridos hermanos, gracias por esta meditación tan bella y profunda del Evangelio, que me interpela como discípula del Señor.
La Palabra del Señor cada día nos confronta y nos anima a continuar nuestro peregrinar con amor, autenticidad, libertad y alegría, siendo testigos de su Luz. Luz que por gracia y don recibimos cada día en su Palabra, en la Eucaristía, en la Creación y en el compartir sincero y fraterno con nuestros hermanos.
Nosotros que hemos optado por el Reino, que hemos decidido seguir al Maestro libre y conscientemente, cada día demos lo mejor que hay en nuestro corazón a los demás, que nunca nos cansemos de hacer el bien, de perdonar, amar y servir, que todo lo que hagamos sea para la mayor gloria de Dios.
Que María, Madre y Reina de la Iglesia, los guarde siempre bajo su manto maternal lleno de amor y paz. Continuamos unidos en oración.
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Muchas gracias, hermana Lisneys. ¡Unidos en la oración!
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