Aquel grito le salió a Juan de lo más profundo del alma. Daba la impresión de que lo había contenido por mucho tiempo, pero que, llegada la hora, cuando Jesús vino adonde él, no había podido aguantar más, como represa vencida por el agua: «¡Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo!».
Los discípulos de Juan y otros que estaban presentes dirigieron su mirada a Jesús. ¿Por qué el Bautista afirmaba que ese hombre joven, de unos treinta años, con barba y cabello largo era el Cordero de Dios? A la mente de ellos vino el pasaje del profeta Isaías que comparaba al Siervo del Señor con un cordero llevado al matadero, herido de muerte por el pecado del pueblo… ¿Es que acaso estaban ante él, ante el Siervo del Señor?
¡Este es el Cordero de Dios!
Se fijaron en Jesús. Permanecía callado, tranquilo. ¿Ignoraría que llamarlo cordero era pronosticarle un futuro de sufrimiento? Uno de los discípulos de Juan recordó además que, según la Torá, la sangre del cordero pascual había servido como señal para librar a los primogénitos de los israelitas en Egipto del exterminio llevado a cabo por el ángel. ¿Tendría algo que ver el Cordero de Dios con aquel cordero pascual?
Las caras de todos reflejaban absoluta perplejidad. Juan exclamó: «Este es de quien yo dije: “Después de mí viene un hombre que ha sido antepuesto a mí, porque existía antes que yo”». En aquel momento la perplejidad de algunos se transformó en incredulidad: ¿Pensaba Juan hacerles creer que ese hombre era Dios? ¿Qué otra cosa podía indicar “existía antes que yo” sino su divinidad? ¡Imposible! No se podía identificar a Dios con un siervo sufriente, no se podía comparar a un cordero llevado al matadero.
He visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios
Sin embargo, Juan continuó: «He visto el Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y permanecía sobre él. Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: “Sobre el que veas que desciende el Espíritu y permanece sobre él, ese es quien bautiza en el Espíritu Santo”. Y yo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
No había lugar para ambigüedades: Juan confesaba que Jesús era Dios. Ahora se explicaban la vehemencia de su grito: él, considerado por muchos como profeta —y no por pocos como mesías—, finalmente mostraba a quien había sido anunciado durante generaciones, al verdadero Mesías: no a un hombre cualquiera, no a un hombre excepcional, sino a Dios mismo, que haciéndose hombre asumía la salvación de su pueblo, aunque tuviera que pasar por cordero, aunque le costara toda su sangre.
texto del evangelio
Juan 1, 29-34 (leer).
Descubre lo que dice la biblia
Isaías 50, 4-9 (leer).
Isaías 53, 1-12 (leer).
Éxodo 12, 1-14 (leer).
Apocalipsis 12, 10-12 (leer).
Apocalipsis 17, 14 (leer).
Apocalipsis 19, 6-10 (leer).
Preguntas para meditar y orar
- ¿Doy testimonio con mi vida de que Jesús es Dios, mi Señor? ¿Cómo?
- ¿De qué manera afronta Dios el pecado, el mal y el sufrimiento?
- ¿Vivo con mansedumbre? ¿Practico la docilidad?