Aquel día, mientras Jesús enseñaba, se presentaron unos con la última noticia del momento: Poncio Pilato, gobernador romano, había mandado a matar a unos galileos mientras ofrecían sacrificios y su sangre se había mezclado con la de los animales sacrificados. ¡Qué muerte tan trágica! Solo un pecador merecía un final tan desastroso.
Jesús intervino: «¿Piensan que estos eran más pecadores que los demás galileos? Les aseguro que no; y si no se convierten, todos perecerán igualmente. ¿Piensan que aquellos dieciocho a los que les cayó encima la torre de Siloé eran más culpables que el resto de Jerusalén? Les repito que no: y si no se convierten, perecerán igualmente».
Resulta más fácil señalar el error ajeno y excusar el propio
Los que oían a Jesús quedaron pasmados. Hasta entonces, pensaban que las desgracias eran el producto de los pecados de cada uno: si alguno había sufrido un infortunio, se debía a que era más pecador que los demás. Jesús rechaza esta manera de pensar; aprovecha, más bien, para llamarlos a la conversión. «Si tú —que no te crees tan pecador como aquellos que murieron en ese desastre— no te conviertes, al final tendrás el mismo desenlace». ¿Nos está amenazando Jesús con una muerte violenta?
No. Sobre todo, el Señor nos hace caer en la cuenta de que no somos mejores que los demás y que estamos necesitados de una conversión profunda y sincera, incluso mayor que la de aquellos a los que consideramos más pecadores. Es una gran tentación: tener demasiado claro los pecados de mi prójimo pero no tener conciencia suficiente de los míos. Nos resulta más fácil señalar el error ajeno, y justificar o excusar los propios.
No temamos descubrir ante Jesús que somos pecadores
Jesús nos mira con misericordia: conoce nuestra miseria y debilidad. No temamos descubrir ante Él que somos pecadores: nuestro arrepentimiento sincero será el vaso en el que el Señor depositará su misericordia y podremos beber de esa agua de vida nueva. Si creemos que solo los demás son pecadores y nosotros somos justos, su misericordia se desperdiciará en nosotros: no hallará un corazón contrito que pueda recibir su amor.
«Lo que agrada a Dios —decía Santa Teresita— es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia. Este es mi único tesoro». ¿Dejarás que la misericordia divina sea tu gran tesoro?
texto bíblico base
Lucas 13, 1-9
textos bíblicos de apoyo
Antiguo Testamento
Éxodo 3, 7-10
Salmo 103 (102), 1-18
Lamentaciones 3, 21-25
Nuevo Testamento
Mateo 7, 3
Lucas 18, 9-14
1 Corintios 10, 12
Preguntas para meditar, reflexionar y orar
- ¿Señalo con frecuencia los errores de los demás?
- ¿Acepto con humildad mis caídas y pecados? ¿Me arrepiento sinceramente?
- ¿Me confieso con frecuencia? ¿Reconozco que el sacramento de la Reconciliación es el gran manantial de la misericordia de Dios?
Cada ser humano es una persona imperfecta y como tal cometemos errores pero no por eso debemos juzgar ni señalar a las personas porque cada uno no somos más que nadie. En este tiempo adiós nos llama a la conversión y confesión. Porque si es de estar totalmente limpios que alguien tire la primera piedra.
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A veces caemos en la trampa de creernos que somos “más y mejores” que el otro, es muy fácil ver la viga en el ojo ajeno y cuán difícil es ver la propia. Esta reflexión me invita a concentrarme con mayor fuerza y humildad en mis faltas y aspectos por mejorar para continuar mi camino de conversión.
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